“Yo soy
ateo, gracias a Dios”, proclamaba Luis Buñuel en su habitual modo
contradictorio, cuando se tocaba el tema de la religión; esa lucha eterna entre
la negación y la aceptación de lo religioso, que fue la constante de su obra. Y,
fiel a su crianza católica y a su amor por la cultura occidental —estimulados
tal vez por un acogimiento inconsciente a la fe cristiana—, nos legó una obra
que epitomiza la condición espiritual del hombre pensante en la búsqueda de su
posición frente a lo desconocido; teniendo al Dios del cristianismo como
referente primario. Sello distintivo de su obra, a treinta años de su muerte.
De la filmografía de Buñuel, una gran
porción contiene motivos y personajes cristianos imposibles de pasar por alto: dos hombres que hacen su
peregrinar religioso a Santiago Compostela, el anacoreta santo que vive en lo
alto de una columna, un Cristo disponiéndose a afeitar la barba o riendo a carcajadas,
un sacerdote y una novicia jóvenes con conflictos espirituales, un Pastor
protestante que no es ni bueno ni malo, y tantos otros elementos, que bien
pudieran dar lugar a sospechas de la religiosidad “encubierta” de don Luis.
Pero no es sólo el hecho que sus películas
traten temas religiosos lo que hace suponer la inconsciente religiosidad del
señor Buñuel, sino su manera de proyectarlos, demostrando siempre un
conocimiento de causa que para nada es superficial o neófito, porque tiene la
industria de lo que se es bien aprendido y practicado.
En sus filmes las escenas de iglesia
cobran vida por su realismo, y casi se puede oler el incienso y el humo de las
veladoras tan característicos de la liturgia católica, lo que produce en el
espectador la intensa sensación de compartir un momento sacramental con los
personajes de la escena.
Son también misterios de la vida, como el
azar y la casualidad, dos de los grandes nutrientes de la obra del “rudo
picador aragonés” —como lo llamara Carlos Fuentes—, que tienen
significancia propia en su esfuerzo por contestar sus propios interrogativos
ante la contingencia de las cosas; lo cual, dicho sea de paso, era también el dilema
de los existencialistas.
¿Por qué sucede una cosa y no otra? ¿Por
qué un hecho imprevisto puede cambiar tanto las cosas? Eran dos continuas
interrogantes de Buñuel que, de una u otra forma, lo hacían pensar en Dios;
aunque sólo fuera para negar su existencia ante los demás.
Y ese dilema lo vemos en actos sutilmente sobresalientes
de alguna escena, donde alguno de los personajes muestra indecisión al elegir
entre un acto y otro, y la decisión tomada le da un giro drástico a la
historia. Como la protagonista en la película Tristana, que titubea al elegir entre dos calles idénticas; y la
calle escogida la lleva a conocer a un hombre que cambiará su vida para
siempre. O el cuasi regenerado Pedro de Los
Olvidados, que recibe un voto de confianza al ser enviado a comprar
cigarros para el director del centro de rehabilitación juvenil donde está
detenido; pero se encuentra con su ex-compinche el Jaibo, quien frustrará sus
intenciones de redimirse y para colmo concluye la trama matándolo.
Luis Buñuel no dudaba en gritar a los
cuatro vientos que era “inanalizable” (no psicoanalizable). Pero imitando su
propio estilo juguetón y anti solemne, nos podemos tomar la libertad de mirarlo
bajo el lente Freudiano, y pensar que detrás de su negación y resistencia
siempre existió el hombre que conservó el fervor del muchacho católico que a
los dieciséis años comulgaba de una forma regular. Y podemos pensar que todas
esas alusiones de la cristiandad no eran sino manifestaciones de su
subconsciente, confesando a gritos su fe, con esa obsesión por el tema
cristiano que siempre utilizó como parte del discurso —aunque fuera a manera
de antítesis— en su “disertación” de la verdad.
Como última clave debemos considerar el
hecho que don Luis pasó los últimos días de su vida en la compañía asidua de el padre
Julián Pablo, cura dominico con el que desarrollaría una amistad casi entrañable, y
con quien sostenía largas discusiones sobre religión y teología.
Debemos también de considerar el
antecedente que Buñuel soñaba con el momento de la agonía, en que convocaría a
sus amigos ateos para escandalizarlos, sometiéndose delante de ellos (a manera
de broma) al sacramento de la extremaunción. Y, ¿cómo sabemos si eso no pasó así, efectivamente? Pero sin la broma...
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