“Precedidos o sucedidos, olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para nosotros solos. Quizás no morimos para el pasado, pero ciertamente morimos para el futuro. Quizás seamos recordados, pero nosotros mismos ya no recordaremos. Quizás muramos sabiendo todas las cosas del mundo, pero de ahora en adelante nosotros mismos seremos cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo seguirá siendo visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o impuntuales, vivimos con los horarios de la vida. Pero la muerte es el tiempo sin horas. ¿Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular, sólo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad?” Es esta una porción de En esto creo, libro de Carlos Fuentes publicado en 2002, el segundo de carácter autobiográfico después de Myself with Others, que publicara en 1981. Y se nos hace increíble pensar que ya no camina por las calles de la Ciudad de México, o de cualquier otra ciudad del mundo, y que lo relativo a la muerte él lo sabe ya de primera mano. Hace poco más de un año dejó este mundo el último gran vocero del tiempo mexicano; o al menos el último con una voz altisonante.
Carlos Fuentes, el grandilocuente cronista de la tragicomedia mexicana,
el hombre que absorbió todo lo que pudo de libros que leyó, películas que vio,
música que escuchó y gente con la que convivió, para crear así su monumental
metáfora nacional en una obra que abarcó --más o menos-- 23 novelas, 10 libros de cuentos, 4
obras de teatro, 7 guiones de cine y un libreto de ópera, en cincuenta y cuatro
años de carrera literaria.
Aunque gran parte de su obra fue paja, porque daba la impresión que
escribía un nuevo volumen cada semana, algunos libros de Carlos Fuentes son de
gran significancia en la literatura moderna. Tres novelas: La región más transparente, Aura
y La muerte de Artemio Cruz; y el libro de cuentos Agua quemada son obras
cumbres de la literatura mexicana.
Pero
nadie puede decir que conoce la obra de Carlos Fuentes si no ha visto dos
películas: Los Caifanes y No oyes ladrar los perros. Porque, como buen
aficionado al cine que era --lo que se nota en los diálogos y la imaginería de
sus obras más destacadas--, son estas las más representativas de la psique
mexicanista y las elucubraciones del escritor; un hombre que pudo haber nacido
y crecido en cualquier parte del mundo, pero que decidió crecer, forjarse y,
ultimadamente, morir en México. Alguien a quien su mexicanidad determinó a tal
punto, que se hizo escritor para tratar de descifrar el enigma de ser mexicano,
y documentar a su manera la larga travesía --en el proceso mítico e idolatra--
del país y sus habitantes a través de su historia y literatura; de Quetzalcóatl
a Pepsicóatl. En otras palabras, sin mito mexicano no hay Carlos Fuentes.
Un rasgo resaltable del hombre fue su
afabilidad y su propensión a la amistad, ya que casi siempre tenía palabras y
comentarios positivos hacia los demás; al menos en público. Era también el
escritor dandi, superstar; guapo y con una presencia magnética que le dio
proyección a nivel mundial. Tal vez el único literato en México que pudo vivir
cabalmente de su obra, con sus libros y artículos que escribía para revistas y
periódicos internacionales de gran importancia, amén de las entrevistas para los
diferentes medios impresos, radio y televisión. Acerca de esta última quiero
recalcar el hecho que Fuentes fue entrevistado --en inglés, desde luego-- por
entrevistadores televisivos de la talla de Bill Moyers y Charlie Rose.
También,
con el mismo talante y aplomo de hombre valeroso, Fuentes supo enfrentar la adversidad, ya que a pesar de padecer dos de las peores tragedias que un ser humano pueda padecer --la muerte de dos de sus tres hijos; entre ellos el único
hijo varón--, actuaba como escribía: con el aplomo y la energía de un hombre
negado a sí mismo; como el calvinista que decía ser.
Amado por algunos, odiado por otros. Y en algunas ocasiones amado y
odiado por la misma persona; como cuando María Félix dijo de él: “Carlos
Fuentes es un tipo a todo dar, tiene un bonito coco”. Para unos años más tarde declarar:
“Carlos Fuentes, ese inmundo ser que se dice escritor”, y lo llamó un “Mujerujo”,
según ella, “porque tiene corazón de mujer”.
Y lo
mismo pasó con Octavio Paz, con el que alguna vez tuvo una relación entrañable,
y quien llegó a elogiar la ambición de Fuentes por aprender y su hambre de
saber, cuando habló de su “avidez de conocer y tocar todo, una avidez que se
manifiesta en descargas que, por su intensidad y frecuencia, no es exagerado
llamar eléctricas”. Sólo que, lo que antes había sido una virtud se convirtió
en un defecto, cuando después del desaguisado que Fuentes tuvo con Paz, Enrique
Krauze, actuando como esbirro literario de este último, escribió: “Es
significativo que Paz hable de avidez, no de curiosidad. Fuentes quería
apropiarse con urgencia de las últimas claves intelectuales sobre México,
necesitaba un ‘país imaginario’ y creyó verlo en El laberinto de la soledad”.
Krauze quiso enfatizar un hecho que, por otro lado, era obvio acerca de
Fuentes; que era este un caso extraordinario de escritor hecho de retazos de
otros escritores --y de otras obras-- no sólo de su tiempo, sino de los que lo
antecedieron. Pero la acusación, como la emite Krauze, suena presuntuosa y farisaica,
porque el mismo Laberinto era un hijo directo --fusil, en cierta forma-- de El
perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos.
Hubo
otros amargados que también trataron en su tiempo de hacer leña con un árbol
que, para sus pulgas, no estaba caído. Y es que, muchos en México no le
pudieron perdonar a Fuentes que fuera un escritor exitoso en todos los aspectos,
de la misma forma que a Luis Spota no le hayan perdonado ser un bestseller. Y
ya que hablamos de Luis Spota, quiero mencionar su caso que fue muy peculiar.
Literariamente no estaba a la altura de un Carlos Fuentes o una Elena Garro,
pero en su escritura había mucho más calidad y frescura que en la de muchos
otros escritores y escritoras respetados en México --que me arranquen la vida
si no es cierto. Pero me abstengo de decir nombres, porque tampoco se trata de
enjuiciar a nadie.
Hay
un hueco pues, en el ambiente literario y cultural de México, que se agranda
más y más, conforme el tiempo y la vida pasan. Con la muerte de Carlos Fuentes
se cierra un ciclo en la vida cultural del país, porque, para bien o para mal,
no hay otra personalidad literaria que conjugue erudición, presencia y carisma
como el autor. Y su ausencia, junto con la de Carlos Monsiváis, se siente en las
calles de la Ciudad de México, porque esta no tiene ya quien la invente y
reinvente de la forma que sólo el libretista de Los caifanes lo hizo.
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