Thursday, August 1, 2013

Ray Manzarek; another rider on the storm


Rainfall, thunder, and an impossible bass line to accomplish on the bass guitar —E Minor followed by an A Major, achievable only on Ray Manzarek’s keyboard—, with John Densmore’s jazzy backbeat tagging along, are the inaugural notes of the melody. And again, Manzarek; this time imitating nature with the aqueous sounds coming out of his instrument.
     Riders on the storm, riders on the storm,” sings the cavernous voice, “into this house we’re born, into this world we’re thrown…” And thus we start our midnight journey through the stormy desert, on a horse named destiny; at least in Jim Morrison's Blakean mind. 
   Well, Ray Manzarek has joined now Morrison in something far more transcendental than music: death. After succumbing to some kind of liver cancer, in a battle that he fought without many of us, who once loved him, knowing about it.
     Ray Manzarek, the man who seemed to be reading mysteries in the keyboard of his Vox Continental organ, and the one who had that personal way of playing the jazzy chords that gave The Doors its distinctive sound and a different vibe to rock music —and also the man who was, apparently, more tolerant than anyone else towards Morrison’s antics and erratic behavior—, has left this world.   
      Who's going to forget that killer staccato strut that opens for the Lizard King on “When the Music’s Over,” where Manzarek’s musical swagger has us trembling with anticipation, making us feel like we're about to take part in a scene out of a Michael Antonioni’s movie. Then, Densmore’s drum roll ushers the pandemonic riff of Robbie Krieger’s guitar, in unison with Morrison’s “otherworldly howl.”
     Those are just two examples of the musical marriage of Jim Morrison’s voice and poetry, and Ray Manzarek’s music; with the other two acting as best men. Not to mention the haunting piano solo on "Crystal Ship" that follows Jim’s —also haunting— vocals, after he sings: “The days are bright and filled with pain, enclose me in your gentle rain. The time you ran was too insane, we’ll meet again, we’ll meet again…”
     Indeed, the days were bright and filled with pain in the sixties. And the youth had to seek refuge in the “gentle” rain of hallucinogens and all the mind altering substances they could get their hands on; to escape from the reality of the times: Vietnam, women’s liberation, sexual freedom, etcetera. The slogan: “We want the world and we want it now.” And to prepare for that, the counterculture generation kept turning on, tuning in, and dropping out left and right. 
     Ray Manzarek and Jim Morrison were a product of their time. As contemporaries they were two comrades who shared some of the most precious days of their youth together. They both had intellectual aspirations, they both had a penchant for the representative world of images and theatrics, and they also — together— were the first ones to contemplate the possibility of forming a band that would exploit Jim’s Nietzsche-Blake influenced poetry, which made them millions of dollars in the process. The rest is history.
     Unfortunately, Manzarek’s musical legacy was overshadowed by the —musically— erratic behavior of his last years, when he and Robby Krieger went on the road with The Doors of the 21st Century, a band that featured The Cure’s Ian Astbury as replacement for Jim Morrison —in full regalia—; which puts them “up there” with the Queen of Paul Rodgers. In his new book, "Doors Unhinged," John Densmore claims that on one occasion Morrison accused Manzarek of being, “only in it for the money.” And it kind of gets you thinking when you see him onstage, in his older years, indulging on some sort of acrobatics that he wouldn’t even dare to think about in his years with the original Doors; you know, when music seemed to matter the most, and there was only one front man.
     Manzarek stated in an interview that "Riders on the Storm" was the very last song that Jim Morrison, “recorded on this planet.” Actually, I think it was also the last real song that Ray Manzarek himself recorded on this planet. After his demise, it feels like they have entered together the dark, pitch-black, night; and they’re out there together as two riders on the storm…




Carlos Fuentes en el teatro de la eternidad


Precedidos o sucedidos, olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para nosotros solos. Quizás no morimos para el pasado, pero ciertamente morimos para el futuro. Quizás seamos recordados, pero nosotros mismos ya no recordaremos. Quizás muramos sabiendo todas las cosas del mundo, pero de ahora en adelante nosotros mismos seremos cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo seguirá siendo visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o impuntuales, vivimos con los horarios de la vida. Pero la muerte es el tiempo sin horas. ¿Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular, sólo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad?” Es esta una porción de En esto creo, libro de Carlos Fuentes publicado en 2002, el segundo de carácter autobiográfico después de Myself with Others, que publicara en 1981. Y se nos hace increíble pensar que ya no camina por las calles de la Ciudad de México, o de cualquier otra ciudad del mundo, y que lo relativo a la muerte él lo sabe ya de primera mano. Hace poco más de un año dejó este mundo el último gran vocero del tiempo mexicano; o al menos el último con una voz altisonante.
     Carlos Fuentes, el grandilocuente cronista de la tragicomedia mexicana, el hombre que absorbió todo lo que pudo de libros que leyó, películas que vio, música que escuchó y gente con la que convivió, para crear así su monumental metáfora nacional en una obra que abarcó --más o menos-- 23 novelas, 10 libros de cuentos, 4 obras de teatro, 7 guiones de cine y un libreto de ópera, en cincuenta y cuatro años de carrera literaria.
     Aunque gran parte de su obra fue paja, porque daba la impresión que escribía un nuevo volumen cada semana, algunos libros de Carlos Fuentes son de gran significancia en la literatura moderna. Tres novelas: La región más transparente, Aura y La muerte de Artemio Cruz; y el libro de cuentos Agua quemada son obras cumbres de la literatura mexicana.
     Pero nadie puede decir que conoce la obra de Carlos Fuentes si no ha visto dos películas: Los Caifanes y No oyes ladrar los perros. Porque, como buen aficionado al cine que era --lo que se nota en los diálogos y la imaginería de sus obras más destacadas--, son estas las más representativas de la psique mexicanista y las elucubraciones del escritor; un hombre que pudo haber nacido y crecido en cualquier parte del mundo, pero que decidió crecer, forjarse y, ultimadamente, morir en México. Alguien a quien su mexicanidad determinó a tal punto, que se hizo escritor para tratar de descifrar el enigma de ser mexicano, y documentar a su manera la larga travesía --en el proceso mítico e idolatra-- del país y sus habitantes a través de su historia y literatura; de Quetzalcóatl a Pepsicóatl. En otras palabras, sin mito mexicano no hay Carlos Fuentes.
     Un rasgo resaltable del hombre fue su afabilidad y su propensión a la amistad, ya que casi siempre tenía palabras y comentarios positivos hacia los demás; al menos en público. Era también el escritor dandi, superstar; guapo y con una presencia magnética que le dio proyección a nivel mundial. Tal vez el único literato en México que pudo vivir cabalmente de su obra, con sus libros y artículos que escribía para revistas y periódicos internacionales de gran importancia, amén de las entrevistas para los diferentes medios impresos, radio y televisión. Acerca de esta última quiero recalcar el hecho que Fuentes fue entrevistado --en inglés, desde luego-- por entrevistadores televisivos de la talla de Bill Moyers y Charlie Rose. 
     También, con el mismo talante y aplomo de hombre valeroso, Fuentes supo enfrentar la adversidad, ya que a pesar de padecer dos de las peores tragedias que un ser humano pueda padecer --la muerte de dos de sus tres hijos; entre ellos el único hijo varón--, actuaba como escribía: con el aplomo y la energía de un hombre negado a sí mismo; como el calvinista que decía ser. 
     Amado por algunos, odiado por otros. Y en algunas ocasiones amado y odiado por la misma persona; como cuando María Félix dijo de él: “Carlos Fuentes es un tipo a todo dar, tiene un bonito coco”. Para unos años más tarde declarar: “Carlos Fuentes, ese inmundo ser que se dice escritor”, y lo llamó un “Mujerujo”, según ella, “porque tiene corazón de mujer”.
     Y lo mismo pasó con Octavio Paz, con el que alguna vez tuvo una relación entrañable, y quien llegó a elogiar la ambición de Fuentes por aprender y su hambre de saber, cuando habló de su “avidez de conocer y tocar todo, una avidez que se manifiesta en descargas que, por su intensidad y frecuencia, no es exagerado llamar eléctricas”. Sólo que, lo que antes había sido una virtud se convirtió en un defecto, cuando después del desaguisado que Fuentes tuvo con Paz, Enrique Krauze, actuando como esbirro literario de este último, escribió: “Es significativo que Paz hable de avidez, no de curiosidad. Fuentes quería apropiarse con urgencia de las últimas claves intelectuales sobre México, necesitaba un ‘país imaginario’ y creyó verlo en El laberinto de la soledad”. Krauze quiso enfatizar un hecho que, por otro lado, era obvio acerca de Fuentes; que era este un caso extraordinario de escritor hecho de retazos de otros escritores --y de otras obras-- no sólo de su tiempo, sino de los que lo antecedieron. Pero la acusación, como la emite Krauze, suena presuntuosa y farisaica, porque el mismo Laberinto era un hijo directo --fusil, en cierta forma-- de El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos.
     Hubo otros amargados que también trataron en su tiempo de hacer leña con un árbol que, para sus pulgas, no estaba caído. Y es que, muchos en México no le pudieron perdonar a Fuentes que fuera un escritor exitoso en todos los aspectos, de la misma forma que a Luis Spota no le hayan perdonado ser un bestseller. Y ya que hablamos de Luis Spota, quiero mencionar su caso que fue muy peculiar. Literariamente no estaba a la altura de un Carlos Fuentes o una Elena Garro, pero en su escritura había mucho más calidad y frescura que en la de muchos otros escritores y escritoras respetados en México --que me arranquen la vida si no es cierto. Pero me abstengo de decir nombres, porque tampoco se trata de enjuiciar a nadie. 
     Hay un hueco pues, en el ambiente literario y cultural de México, que se agranda más y más, conforme el tiempo y la vida pasan. Con la muerte de Carlos Fuentes se cierra un ciclo en la vida cultural del país, porque, para bien o para mal, no hay otra personalidad literaria que conjugue erudición, presencia y carisma como el autor. Y su ausencia, junto con la de Carlos Monsiváis, se siente en las calles de la Ciudad de México, porque esta no tiene ya quien la invente y reinvente de la forma que sólo el libretista de Los caifanes lo hizo.